181 Viviendas es el nombre de uno de los barrios en el “alto” de San Carlos de Bariloche, una ciudad ampliamente conocida por sus atracciones turísticas y sus bellezas naturales. El barrio debe su nombre a un plan de viviendas impulsado por el Estado para familias en situación de vulnerabilidad. Aunque rara vez sale en las fotos que los turistas sacan, el “alto” es la zona que nuclea la mayor cantidad de las barriadas populares y sociales y tiene la mayor concentración poblacional de la ciudad.
Diego Bonefoi vivía en este barrio, iba a la escuela con bastante intermitencia, disfrutaba mucho jugar a la pelota en la plaza y le encantaba vestir la moda de sus ídolos deportivos. Su familia era numerosa y su madre sola se hacía cargo de ella; sus hermanos más grandes ya se habían ido del hogar y su padre estaba preso. Diego tenía 15 años cuando un policía lo persiguió al grito de “alto”, cuando decidió seguir corriendo, cuando la bala del Estado impactó en su espalda y lo mató. Solamente 15. Yo también tenía 15 años y vivía en Bariloche el día que esto sucedió. Tenía 15 años cuando su familia y amigos lo lloraron, cuando gran parte de la sociedad marchó para defender el accionar policial. Tenía 15 años cuando un amigo, en un recreo, luego de una discusión, se me acercó y me dijo “le pasó por pibe chorro”.
Juvenicidios
El autor mexicano José Manuel Valenzuela Arce dirá que tanto Diego como miles de jóvenes de nuestra región cargan a cuestas una identidad desacreditada, una condición de existencia precarizada como consecuencia de su posición socioeconómica también precarizada y que, por lo tanto, carece de los mismos derechos que otras identidades. Diego no era responsable de su destino a tan corta edad, pero cargaba con una identidad que no accede al capital cultural que nuestra sociedad acepta y espera, una identidad que tiene oportunidades educativas y laborales restringidas, una identidad que justifica los miles de juvenicidios que el Estado comete todos los años y que la sociedad acepta con pasividad.
El juvenicidio posee varios componentes que rebasan el mero registro de jóvenes asesinados que podría inscribirse en la violencia que afecta a la sociedad en su conjunto. Refiere a la presencia de procesos de estigmatización y criminalización de las y los jóvenes construida por quienes detentan el poder, con la activa participación de las industrias culturales que estereotipan y estigmatizan conductas y estilos juveniles.
Valenzuela Arce, 2015.
Diego representaba el estereotipo de “pibe chorro”, esa construcción clasificatoria y estigmatizante que nace en nuestro país en la década de los 90’, auspiciada por el miedo a perderlo todo y el fogoneo constante del neoliberalismo para construir, post caída del muro de Berlín, una amenaza que justificara la aplicación de políticas represivas contra los sujetos que quedaban en los márgenes del ordenamiento económico y social. El estereotipo del “pibe chorro” asigna a la juventud ciertas actitudes y comportamientos siempre relacionados con el espacio geográfico que habitan y por el que circulan, la ropa que visten y algún rasgo físico que puede ir desde el color de piel hasta algún estilo de pelo en particular.
Diego cumplía con varios de los requisitos mediatizados, aquellos creados por esa construcción estereotipada: vivía en una barriada popular del alto, usaba ropa deportiva y visera, su pelo era de un color negro intenso y su rostro tenía algunas cicatrices. Estos rasgos -en muchos casos, meros productos del azar- clasifican y delimitan fronteras tanto sociales como simbólicas que funcionan como herramientas de interacción y producen diferencias que condicionan el acceso a recursos y oportunidades. Esa clasificación trazó la frontera del espacio social y simbólico al que Diego podía acceder y al que no, y que terminó no solo desacreditando su existencia sino también justificando su muerte.
Así como hay una construcción estereotipada del “pibe chorro”, también la hay del “pibe cheto”, cada una con su caracterización y cierta condicionalidad de acceso a recursos diferenciado. Si bien las caracterizaciones sociales que nominan y encasillan a la sociedad en estratos culturales sirven como reguladoras de la interacción entre los sujetos, la pregunta que surge es por qué hay identidades desacreditadas e identidades autorizadas. O, parafraseando a Residente, “¿por qué la bala que entró por la nuca de Diego terminó valiendo más que su vida a la hora de hacer la auditoría social?”.
La economía moral
Vivimos en un mundo donde la igualdad de derechos está garantizada por la norma escrita, la famosa igualdad jurídica que nos garantiza desde lo normativo el acceso a nuestros derechos: una vivienda digna, educación de calidad y alimentación nutritiva, entre tantas otras cosas que la sociedad ha conquistado a través de la lucha.
Sin embargo, lo que distancia a unos de otros no es poseer ese derecho sino la capacidad de cada sujeto de “hacerse” biográficamente dentro de este marco jurídico. Este “hacerse” potencia y fomenta la lógica meritocrática neoliberal que plantea que aquello que nos diferencia son las elecciones personales que determinan los resultados que cada uno obtiene. Surge entonces una economía moral del mérito que, responsabilizando a los sujetos por sus resultados, convierte a víctimas en victimarios de sí mismos. Es un fracaso individual no alcanzar los patrones sociales que gobiernan la sociedad, patrones en su mayoría determinados por las clases sociales económicamente privilegiadas y legitimados por los medios de comunicación y el Estado.
Es necesario remarcar la importancia que cumple el rol Estado a la hora de legitimar ciertas biografías y desautorizar las subalternidades. En última instancia, es el Estado el que, directa o indirectamente, encubre las desigualdades de origen y nomenclatura a los colectivos sociales sobre los que su política interviene.
Las políticas sociales son el conjunto de acciones que configuran una intervención sistemática por parte del Estado para atender el bienestar de la población. Mediante la distribución de recursos estatales, las políticas definen las responsabilidades y derechos de los/as ciudadanos/as e inciden en la estructura de distribución de los recursos societales. Las políticas sociales inciden en la construcción de un determinado perfil de sociedad. Por ello mismo, tienen la capacidad de transformar situaciones de desigualdad, pero también de perpetuarlas o agudizarlas.
Esquivel, Faur y Jelin, 2012.
De la fatalidad a la ética
Muchas veces, las políticas sociales que con buenas intenciones buscan solventar las desigualdades de origen no hacen más que reproducir discursos de marginalidad en riesgo y así transforman a sus beneficiarios en portadores de estigmas que desautorizan desde su voz hasta su existencia. Aunque la estigmatización responda a una organización social fundada sobre la xenofobia y el racismo (muchas veces negado incluso por académicos que nos dicen que la cuestión racial en nuestro país no es una problemática social), es el Estado el que justifica estas políticas sociales diciéndole a la ciudadanía que servirán para “combatir la delincuencia”, “sacar a los pibes de la calle” y “combatir el narcotráfico”. No hace más que reproducir la criminalización de ciertas biografías que se encierran y excluyen en la propia nominación que el Estado creó para ellos y que acaba sirviendo para justificar el odio en una sociedad fragmentada e individualizada.
No podemos dejar de lado la necesidad y la urgencia de que el Estado reconozca a los jóvenes como sujetos de derecho, pero es igualmente necesario y urgente que sean tratados no como grupos de riesgo sino como actores estratégicos del desarrollo. La vacancia e ignorancia juvenil es un mero invento de la adultocracia ególatra que se festeja sus propios chistes. Es necesario luchar y pelear por un Estado que asuma un enfoque renovador y retome la problemáticas de la juventud desde la demanda misma, atendiendo a la intercausalidad de cada problemática. En palabras de Silvia Duchatzky, pasar de la gestión como fatalidad a la gestión como ética.
Sin ignorar el contexto socioeconómico en el que estamos inmersos, la tarea más epopéyica que tenemos por delante para combatir al neoliberalismo es dejar de reproducir, desde la triada sentidos comunes/medios de comunicación/políticas públicas, esos discursos estigmatizantes y segregativos. En nombre de miedos sociales que se masifican y se convierten en pánico social, que se estudian y ratifican desde la ciencia y que finalmente el Estado legitima a través de sus políticas públicas, muchos jóvenes hoy transcurren sus biografías desde el padecimiento de una subjetividad desautorizada.