El miércoles 6 de enero por la tarde una manifestación de seguidores de Trump irrumpió a la fuerza en el Capitolio de los Estados Unidos. Allí, ese mismo día, el Congreso iba a validar los votos electorales y declarar oficialmente al demócrata Joe Biden como nuevo presidente electo. De acuerdo con el sitio poynter.org, “los verificadores de hechos y los investigadores consideran que la violación del Capitolio es un evento político alimentado por teorías de conspiración y falsedades”. ¿Qué pasó en el Capitolio? Para entender un poco más en profundidad lo sucedido haré mención a algunos conceptos importantes.
La era de la información
Estamos acostumbradxs a escuchar que vivimos la “era de la información”. Accesible e instantánea, la información se actualiza permanentemente y representa el bien más valioso de todos. Vivimos conectadxs en todo momento, casi como necesidad vital, y cada vez en más ámbitos de nuestra cotidianeidad. ¿Cuándo fue la última vez que no usaste alguna red social durante un día entero?
Si bien conocemos de memoria las ventajas diarias que la disponibilidad de la información implica, también tenemos que reflexionar sobre algunos riesgos que muchas veces olvidamos. Santiago Bilinkis sostiene, en una entrevista con el portal redacción.com.ar, que apps como Instagram, Facebook, Twitter y compañía necesitan de nuestra ingenuidad: “Cada segundo que no estás ahí hipnotizado es tiempo que ellos no pueden vender a sus anunciantes”.
Para empezar, debemos tener claro que, como afirma Guadalupe Nogués, “información no quiere decir verdad: hay información de buena calidad y de mala calidad, hay información verdadera, probable, dudosa y falsa, en una escalerita descendente que nos acerca más y más a la posverdad, si no tenemos cuidado”.
No todo lo que aparece en las redes es necesariamente cierto. Sí, esto ya sucedía en los medios “tradicionales”, anteriores a la expansión de internet, como los periódicos, la radio o la televisión. ¿Cuál es la diferencia? La manera en que procesamos la información. Aquí aparece una palabra clave: posverdad.
Básicamente, la posverdad es una forma de interpretar la información que recibimos a través de los medios y las redes, seleccionando aquellos datos que refuerzan nuestras posturas ya tomadas y descartando todo aquello que contradice lo que pensamos. Los hechos concretos pasan a un segundo plano y prevalecen las emociones, opiniones y creencias personales que nos identifican con cierto grupo o nos definen en oposición a otro. Guadalupe Nogués nos habla de las consecuencias de la posverdad en este video.
Dije entonces que no la información abunda, pero no es necesariamente cierta e introduje el problema de la posverdad. La expresión más clara de estos dos fenómenos son las fake news. Se trata de noticias basadas en información errónea, difundidas con cierta intencionalidad y potenciadas por su alcance veloz y masivo como en ningún momento anterior de la historia humana:
Según un estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts publicado a principios de marzo [de 2018], la falsedad llega mucho más rápido, lejos y es amplificada por mayor cantidad de personas que la verdad en todas las categorías de la información. A su vez, la hiperconectividad que permiten las redes sociales facilita el intercambio de desinformación, entendida como la transmisión de datos que no son precisos o que son engañosos.
Pablo Barragán, “Rápido y sucio”.
Posverdad, fake news… Qué complejo todo, ¿no? Solamente faltaba una pandemia que viniera a complicar todavía más nuestra percepción de “la realidad”, para que el cruce de estos fenómenos engendrase la infodemia. Se denomina infodemia a la difusión de información falsa o no verificada sobre cuestiones médicas, que se expande con rapidez e influye en la conducta de las personas y aprovechando su ansiedad, angustia y otras emociones provocadas por este contexto tan particular. ¿Qué resulta de todo esto?
La desinformación hace que disminuya la confianza en los organismos de salud y en los expertos, que se dediquen recursos a desmentir mitos e ideas conspirativas, y a veces incluso que se promuevan comportamientos que no sólo no son efectivos, sino que ponen en riesgo a las personas. […] Las dos epidemias se mueven juntas y se retroalimentan. Más enfermedad lleva a más desinformación.
Guadalupe Nogués, “Desinfodemia”
Trump y la desinformación, un solo corazón
La irrupción de Trump, junto con la masificación de las redes sociales, polarizó el escenario político estadounidense. El historiador Roy Hora, en un hilo en su cuenta de twitter, nos comenta que lo sucedido no tiene nada nuevo y cita casos de violencia política en el pasado estadounidense. Eso sí, lo novedoso fue el rol de las redes sociales. Hago la conexión entre Trump y las redes sociales porque sin ellas Donald difícilmente hubiera llegado a ser presidente. Y sobre este punto me quiero detener porque explica bastante del nivel de violencia que vimos en la toma del Capitolio. Veamos.
Cuando pensamos en una campaña en redes, pensamos en la santísima trinidad: Facebook, Instagram y Twitter. Quizás sumamos alguna de las más nuevas, como TikTok. Sin embargo, Trump moldeó una nueva forma de hacer campaña a través de WhatsApp. (¿Será casualidad el cambio de reglas de privacidad en la aplicación?).
WhatsApp, una red de conversaciones privadas, es todo lo contrario a lo que esperaríamos de una plataforma para hacer campaña. Pero tiene una ventaja que para Trump (y para aquellos que quieren imitarlo) es de gran utilidad. ¿Por qué WhatsApp? Paradójicamente, por la misma razón por la que es inconveniente: porque las conversaciones son privadas. Así, los mensajes burlan el control de veracidad mínimo que las redes sociales tienen por sus políticas anti-fake y, sobre todo, por la propia interacción entre usuarios. Si alguien postea una noticia fake en Twitter o Facebook, se replicará con comentarios desenmascarándola. Cuanta más visibilidad tenga ese fake, más desmentida será. Esto, en WhatsApp, no pasa.
Por eso el trumpismo explotó al máximo los grupos de WhatsApp para informar(se). Son grupos llenos de conservadores ávidos de motivos para exteriorizar sus ideas preconcebidas, por los que circulan toneladas de información basura sin nadie que tuviera interés en chequearla y hacer las aclaraciones pertinentes. Porque la clave no es saber si es verdad o no, el éxito radica en inocular una inyección diaria de odio. Y estos grupos ofrecen exactamente eso. Por ese micromundo circuló la teoría conspirativa de QAnon (o “pizzagate”) que les contaré a continuación para dimensionar hasta dónde puede llegar la desinformación.
¿Qué es QAnon?
QAnon es una teoría que sostiene la existencia de una secta de empresarios millonarios, políticos de primera línea, periodistas y celebridades que se organizan para secuestrar niñxs y llevarlxs a rituales exclusivos en los que les violan, asesinan y finalmente comen sus cadáveres. Se la conoce como “pizzagate” porque afirman que las operaciones son organizadas desde cadenas de pizzerías. Cada vez que promocionan una fiesta de pizzas (esto es, un día de pizzas a mitad de precio), los QAnon creen que es un día de ritual.
A su vez, QAnon asegura que Trump está librando una batalla silenciosa para derrotar a esa secta y mandarlxs a todxs a la cárcel, pero que le es difícil porque están instaladxs en el poder. La secta es el Estado profundo y por eso Trump supuestamente la enfrenta en secreto.
Lo llamativo es que los integrantes y cabecillas han sido siempre los enemigos circunstanciales de Trump. En 2016, Hillary Clinton era la jefa de esta banda. Después, el jefe fue cambiando según quién se estuviera enfrentando con Trump en cada momento. Por ejemplo, en la última campaña, bastó que Billie Eilish lo criticara en la Convención Demócrata para que comenzaran a circular “evidencias” de que integraba la secta y entregaba niñxs que la iban a ver a sus recitales.
La teoría se conoció porque, durante la campaña de 2016, un hombre entró a los tiros a la pizzería Comet Ping Pong en Washington DC. Cuando lo arrestaron, alegó que lo había hecho para detener a la secta. Le peritaron el teléfono celular y en los mensajes de WhatsApp encontraron la explicación de lo que había pasado. La teoría QAnon circulaba por millones de grupos y sus “noticias” se viralizaban rápidamente por esa red, donde tenía tráfico muy alto. Mientras tanto, su presencia en las redes de difusión tradicionales (Twitter, Instagram, Facebook) era muy baja y marginal.

Tanto fue el impacto de esta teoría que en todos los actos pro-Trump se ven carteles de QAnon o con su lema “Save the Children”. Es un delirio con fuerte impacto político.
Una periodista confrontó a Trump para que desmintiera lo que dice QAnon de él y evadió la respuesta. Su declaración vacía y enigmática significó, para los QAnon, una confirmación de que “están en lo cierto”. Pueden ver la pregunta en este video.
Junto con QAnon, circularon millones de fake news sin ser sometidas a ningún tipo de escrutinio público. Fakes sobre la gestión, sobre supuestos delitos de corrupción opositores, sobre el “nuevo orden mundial”, sobre la “el virus chino” y la “falsa pandemia” y, por supuesto, sobre el “fraude electoral”. La única base para denunciar fraude es que Trump ganaba en cuatro estados clave en la noche electoral y terminó perdiéndolos días después con los votos por correo. No importa que esto sea algo que se sabía que iba a pasar. Incluso hoy, una gran cantidad de votantes de Trump cree que las elecciones realmente fueron fraudulentas. Sí, sus votantes aún lo apoyan: el 88% cree que hubo fraude. Ni más ni menos que 60 millones de personas.
El odio como estrategia
En definitiva, el odio como estrategia política generó un grupo de personas que piensa que los demócratas lideran una red de pedofilia y canibalismo que rapta niñxs en las más altas esferas de poder y la fama. Trump, el héroe, los combate silenciosamente. Como si fuera poco, China lanzó a propósito un virus para dañar al país (con la complicidad de los demócratas, claro). Para colmo, Trump ganó las elecciones, pero el Estado profundo se complotó para robárselas y devolverles el poder a los pedófilos y caníbales. Por supuesto, ninguna de estas aseveraciones fue chequeada, pero todas fueron reproducidas masivamente.
Si a esta altura vislumbran la violencia que se viene desplegando en Estados Unidos, les agrego que, desde el 3N, Donald incentivó a sus seguidores con noticias falsas de demandas que supuestamente avanzaban cuando, en realidad, eran rechazadas. El primer mensaje fue “tranquilos, vamos a ganar”. Perdió. Después, fue “vamos a demostrar que hubo fraude y los tribunales estatales van a frenar los conteos”. No pasó. Entonces, Trump tenía mayoría en la Corte Suprema gracias al último nombramiento y esos jueces, varios nombrados por él mismo, iba a “devolver el favor” dándole la victoria. Tampoco pasó, así que se habló de la traición de los jueces de la Corte. “Desde el día de las elecciones, PolitiFact verificó más de 80 afirmaciones engañosas o falsas sobre fraude electoral en las elecciones de 2020”, escribió el periodista Daniel Funke en una nota publicada el 19 de Noviembre.
El último recurso de Trump fue afirmar que “el vicepresidente Mike Pence va a frenar la proclamación”. Y, por las dudas, convocó a movilización afuera del Capitolio. La decisión de Pence de desobedecer ese mandato fue demasiado para las personas convocadas. El tuit en el que Trump acusa a Pence de traicionarlo fue eliminado por Twitter junto con su cuenta, pero detonó la violencia que vimos poco después en las imágenes que dieron la vuelta al mundo. Todas esas emociones extremas a las que sometieron a este grupo explotaron con la supuesta traición del hombre que parecía más leal.
Trump jugó con fuego y se quemó. Todo esto sucedía mientras las elecciones senatoriales de Georgia definían los escaños del Senado. Con el escrutinio definitivo, cada partido obtuvo cincuenta senadores, de modo que en caso de empate la vicepresidenta demócrata Kamala Harris tendrá el voto decisivo en tanto presidenta del Senado.
Una advertencia final
Como consecuencia del asalto al Capitolio en Washington D.C. por manifestantes de extrema derecha azuzados por Donald Trump, Twitter cerró su cuenta de manera definitiva como medida de prevención de futuros actos de violencia. A priori, planteado así, podríamos hasta coincidir en la decisión. Sin embargo, impide acceder de manera directa a los mensajes del presidente y reconstruir la historia reciente en la que Twitter es un espacio importante de comunicación política y general.
Las reglas de una empresa jamás pueden estar por encima de las leyes de un país. Si eso pasa, entonces el Estado en ese país es una ficción. El odio a Trump no debe nublarnos la vista e impedirnos ver que son las empresas las que se tienen que ajustar a las leyes de los países y no al revés. Por lo tanto, si Facebook, Twitter o cualquier corporación desea censurar a alguien en su plataforma, debería recurrir a la justicia del Estado de cada país. Si no lo hacen, la alternativa es que las corporaciones acaben definiendo qué se puede decir y qué no.
Pensemos bien esto: hay personas que no vemos, que no sabemos dónde están y que pueden controlar la información en el mundo entero detrás de una pantalla de computadora. Y nadie puede demandarlos, no hay instancias de apelación. Pensemos, por favor, en lo que nos estamos metiendo y proyectemos qué peligros supone de cara al futuro. Una vez que lo permitamos, ya no habrá vuelta atrás. En esta línea se expresó AMLO, presidente de México, cuando advirtió que “las empresas particulares deciden silenciar, censurar. Eso va en contra de la libertad. No se vaya a estar creando un gobierno mundial con el poder de control de las redes sociales, además un tribunal de censura, como la Santa Inquisición, pero para el manejo de la opinión pública”. Y recordó la importancia de “crear medios alternativos como contrapeso a las acciones de ejecutivos de redes sociales y medios tradicionales”.
Este combo de delirio, fake news y enojo fue una bomba que Trump preparó prolijamente para que le explotara en la cara a Biden, pero se adelantó 14 días y le explotó a él. Expuso su liderazgo nocivo y les ofreció una excusa perfecta a muchos republicanos y CEOs multimillonarios para darle la espalda e ignorar sus reclamos. Por último, todo esto debería, necesariamente, invitarnos a pensar cómo pueden terminar los procesos de inocular odio a minorías delirantes que resultan tan atractivos para algunos partidos políticos y sus dirigentes, y a la vez a no perder de vista el rol de las redes sociales y los medios masivos de comunicación en estos días que vivimos en nuestra región porque, como dijo Martin Niemöller, “luego vinieron por mí pero, para entonces ya no quedaba nadie que dijera nada”.