Hay un capítulo de Los Simpsons para cada momento de la vida. Incluso para tratar de comprender a Diego Maradona y al menos una partecita de su fenómeno social.
Quizás lo recuerden. En la séptima temporada, Springfield celebra su bicentenario y homenajea al fundador, Jeremías Springfield. Durante los preparativos, Lisa descubre que Jeremías tenía “una vida además de la que sienta la Historia” e investiga su oculto “lado B”: encuentra que era un pirata, que había intentado asesinar a George Washington y que se había exagerado su hazaña con el búfalo. En su mood más trosko, Lisa imprime un centenar de volantes que agita por toda la ciudad sin que nadie le dé pelota. Finalmente, cuando toma el micrófono durante el acto, se retracta de denunciar las falsedades del mito.
Lisa contempla la multitud festiva y llega a una reflexión que venía preparándose silenciosamente durante todo el capítulo. Por diversas razones, el mito sobre Jeremías había logrado que Springfield levantara un sentido de pertenencia y una bandera identitaria. La versión alternativa de su vida había enarbolado una red de valores y moralidades que regían, normalizaban y ordenaban a esa sociedad para conducirla a un estadio de bienestar comunal superior.
Si la creencia en un mito, por más inverosímil que sea, lleva a establecer ciertos medios para alcanzar en mancomunación un fin social virtuoso, ¿sirve de algo destruir aquel mito? Bueno, Lisa se responde que no. Entiende que, si destruye aquel mito, destruye también lo que la sociedad construyó luego, en este caso, “la nobleza del espíritu”.

Con Maradona nos ocurre algo similar, pero todavía más interesante. Está claro que la creencia en su mito nos impulsa, por ejemplo, a desafiar el orden de cosas o nos sirve de motivación personal. Pero esa creencia, al mismo tiempo, no niega, minimiza ni oculta su “lado B”: a diferencia de Jeremías, a Maradona sí le conocemos su “lengua de bronce”. Sus aventuras futbolísticas nunca opacaron su adicción a las drogas, las giras con Coppola por todos los prostíbulos o su amistad con la camorra. Llorar su muerte no pone en tela de juicio las denuncias por abuso sexual o violencia de género.
Por el contrario, el fenómeno social que parió Maradona tiene la característica particular de admitir, reconocer y asumir esas falencias personales como propias de la sociedad, sirviendo de catapulta para la construcción de una nueva sociedad. Asimilamos al Maradona falopero para comprender el consumo de drogas y evidenciar sus consecuencias negativas. Asimilamos al Maradona machito para derribar al machismo y las conductas misóginas, para entender a los hijos del patriarcado como sujetos sociales y no como individuos aislados. Asimilamos al Maradona de veloz ascenso social para hablar de los padecimientos de la clase obrera y las deformaciones de las clases altas, de la falta de oportunidades y los atajos de la impunidad por tener privilegios de clase.
Estas asimilaciones no sirven sólo como explicación o datos biográficos, sino sobre todo como punto de partida para superar esas problemáticas. Se toma al Maradona que desafía lo establecido para interpelar al Estado patriarcal que educa violentos como Maradona. Tomamos al Maradona villero para desnudar el régimen que beneficia a los pudientes como Maradona. Todo al mismo tiempo. Y al mismo tiempo que lo reconocemos como el verdadero ídolo de masas. Cancelar a Maradona sería cancelar también el inmenso fenómeno social que él produce: el de una sociedad intentando corromper el orden establecido y buscar una mejor forma de vida.

Maradona se murió en el año más caótico del siglo XXI y las polémicas corrieron como reguero de pólvora. Los punitivistas nos arrojaron su dedo acusador para yutear los sentimientos populares y dar lecciones de moral impoluta. Pero esa posición fue una venda en los ojos, porque miraron los homenajes a Maradona sin ver: gente de todos los sectores sociales a plena polémica, desnaturalizando y desmembrando cada hecho maradoniano. Ese esfuerzo errado de separar “el jugador de la persona” se transformó en un intento de separar “el ídolo de la deformación”. Y ocurrió lo fascinante: las masas se apropiaron de Maradona y lo devoraron entero.
¿Será que nos veníamos preparando para afrontar la muerte de Maradona en todos sus aspectos? No casualmente este fenómeno social ocurre en Argentina, el país de Ni Una Menos y la Marea Verde. Además, estos debates se dieron en el barrio, en la plaza y en las calles colmadas, no quedaron encerrados en el círculo de los academicistas y los intelectualoides falopas. Cuando los sesgos europeístas quisieron condenar el sentir popular latinoamericano demostraron su distancia criminal con la realidad. La italiana Mónica Lanfranco o la española Elvira Lindo son algunos ejemplos. Qué lástima: se perdieron de un nutrido y aleccionador debate.
Como todo en su vida, la muerte de Maradona también fue pura polémica y trasciende el fútbol. El feministrómetro se activó y muchas feministas juzgadas tuvieron que salir a dar explicaciones o a pedir, como Flor de la V, que por favor las dejaran llorar. El debate no podía cerrarse en cancelación sí o no, en la utopía de crear sujetos pulcros de buena moral. Más interesante resulta pensar el rol de los ídolos en la sociedad o el ídolo Maradona desde la intersección del género, la raza y la clase. De ninguna manera se pretende aquí trazar una fórmula mágica ni dar una respuesta irrefutable. Como concluye Juan Videla en su artículo, “ojalá florezcan mil textos”.

La muerte de Maradona sacudió todos los estratos sociales, pero la sociedad le hizo frente con una altura que impacta y estremece. Que los derrotistas tomen nota: no estamos dormidos. Tampoco perdamos cuidado. ¿Todo esto significa que la Argentina encontró la fórmula mágica para erradicar el machismo? ¿Que mañana mismo despertaremos en una sociedad mejor? ¿Que acabaremos con las injusticias? ¿Que la sociedad está en armonía y se funde en el abrazo? ¿Que ya podemos tomar las armas y hacer la revolución socialista? Claro que no, maldito aparato. Falta debatir y falta atravesar mucho, pero el camino está planteado.
Gracias, Diego. También por empujarnos a reflexionar, por sacudirnos y por polemizarnos. Gracias.