El Diego literario
La literatura no es sólo palabras sobre el papel, ni historias por contar, ni ficción. La poesía, ha dicho Gelmán y hemos repetido hasta el hartazgo, sirve para nombrar lo indecible. Y entonces vamos y le atribuimos a la literatura toda ella un sentido más lineal: son palabras alineadas o palabras alienadas lo que rellena un libro de punta a punta. Pero no.
Ha muerto Diego Armando Maradona. Las mejores notas que leí en su homenaje lloraban literatura a mares. No me pregunto por qué: entiendo que ha habido en nuestro país un suceso indecible, y por suceso no me refiero a la muerte del Diego sino al Diego, todo él. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo nombrarlo sin caer en lugares comunes para decir lo que nada tenía que ver con normalidad?
Con la muerte del Diego, innumerables notas de medios hegemónicos han florecido en formato bloguer: notas que prometen en su cuerpo las mejores canciones dedicadas al Diego, las fotos del Diego con los políticos más importantes, las mejores peleas del Diego con el periodismo. Claro que la literatura no podía escaparse y en un pantallazo podemos encontrar también notas que prometen una compilación de las mejores ficciones inspiradas en el diez.
Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez, Mario Benedetti, Mario Vargas Llosa, Osvaldo Soriano, Jorgue Luis Borges y Eduardo Sacheri, Martín Caparrós, Juan Villoro. Algunos de los nombres que brotan de las páginas de referencia, que son muchas. Todas parecen haber pensado en relacionar al Diego con la literatura, pero ninguna parece haber reparado en que Maradona, de tan indecible, es literatura todo él.
Lo hemos visto, qué grandes notas han brotado en estos días. Parece que el periodismo se ha acordado por fin de que puede elegir las palabras con minuciosidad, aunque también, hay que decirlo, parece que se ha acordado por fin de que, cuando no tiene las herramientas para decir, puede llamar a escritores y poetas. Y así nos encontramos no con una, no con un par sino con decenas de notas que lloran literatura, que derraman palabras hermosas por donde quiera que se pose. El Diego, yéndose, nos ha regalado últimos y variados milagros: uno es el nacimiento de todas las palabras que brotaron del dolor de su pérdida para volverse abrazo, en un año en que a los abrazos algunxs podemos contarlos con los dedos de una sola mano, y nos sobra.
Vivo inspiró literatura y muerto la sigue inspirando. No sólo la inspira: eleva la apuesta. Pero ¿es eso todo? ¡Por supuesto que no! Es imposible, además, decirlo todo cuando nos paramos frente a un fenómeno así. Todo es todo y todo nos excede. Por eso el Diego inspiró literatura, pero también la encarnó y con él se fue acaso el último, ojalá que no, cuerpo encarnando literatura que hemos tenido la dicha de ver. Porque escribirla, inspirarla, leerla, ¡vaya placeres! Pero serla, claro, es otra cosa.
Serla y hacerla. ¿Cuántas frases nos dejó sin dedicarse a ella? ¿Cuántas quedaron impregnadas en nuestra cultura popular? ¿Y las florcitas en las piernas más valoradas del país, corriendo en un campo que es suyo, qué son sino literatura? ¿Qué su épica en la cancha, su porte heróico, su simpleza irreverente, su legado de inmensidad?
La vida del Diego es un libro abierto para todxs, está ahí para que nos llenemos de literatura y ni siquiera hace falta que sepamos leer. Simplemente se mete en nosotrxs. Y no porque sea una vida digna de contar o no sólo por eso. Creo que hay algo de la mística. Creo que esa mística de la que tanto nos llenamos la boca por estos lares es, al final del día, un motor imparable de literatura.
Lo un(diez)ible
Ha pasado una semana y, en las calles, una calma violenta hace ruido.
Pienso en el Diego y en la literatura y todo se desdibuja y de golpe me quedo pensando en el amor, en el amor como aprendimos a sentirlo, que también se desprende de una figura como el Diego que despertó en generaciones incondicionalidad, repulsión y maravilla, todo junto. Y ya no hablo de contradicciones, habemos quienes no sentimos este amor una contradicción: hablo de los millones de conceptos que nos hacen enterxs. A cada unx de nosotrxs. Hay extremos que se pueden tocar en una sola persona y ni la persona más chata está conformada por una sola cara, somos cuerpos dimensionales. Entonces pienso, nosotrxs somos una generación que nació después de Maradona y también aprendimos a amar en un país que ya amaba a Maradona. Nuestro amor es el hijo del amor a Maradona. Y si amamos a Maradona lo amamos por un montón de motivos.
No necesitamos nombrar lo que nos genera contradicciones, eso se lo dejamos a lxs otrxs porque, si tenés que explicar el amor, qué carajo es el amor entonces. El amor es una cosa inexplicable, francamente. Algunxs de nosotrxs vivimos una relación constante y multilateral con el lenguaje, con los lenguajes y así y todo nos excede cuando queremos ir más allá con algunas cosas.
Hasta el tipo más grande de la historia popular de este país estuvo cargado de miserias heredadas de un sistema que no eligió. ¿Qué es eso sino literatura? No lo exculpo, ni me corresponde a mí hacerlo. Elijo leerlo sin saludarme las páginas que me hacen remover incómoda en el asiento. Que Maradona no sea una figura inmaculada: que sea una figura toda imperfecta, súper humana, una figura que nos invita a la reflexión y nos obliga a pararnos frente al espejo y preguntarnos y ahora qué onda.
Dando pasos es que avanzamos y en eso sentimos, dolemos, amamos. No son los sentimientos una ciencia racional. No es que sea imposible, pero se arruinan.
Maradona eximorónico: el pibe de Villa Fiorito que están duelando en todo el mundo. Si fuera un cuento, habría que cuidarse muy bien de mantener el verosímil. Las tapas de los diarios de países que desconocemos lo sacaron en la tapa: eso es el Diego. El Diego llegó a millonario y no se tiró bajo la falda de ninguna realeza con las manos y las patas para arriba, la lengua para afuera pidiendo mimitos diciendo gracias por sacarme de la calle. Y no porque él haya salido solo de la calle, porque se lo haya ganado tra-ba-jan-do. No, no se doblegó porque no estaba en su espíritu: algunos nacemos, vivimos y moriremos siendo animales salvajes. Eso no lo vimos en ninguna novela de El Trece.
Sin deberle nada a nadie, el Diego salió del barro el día en que nació y escaló y escaló y, en cada escalón que subía, volvía a embarrarse la cancha él mismo, como si llevara un jardín móvil, y elegía no salir de su mugre. Habitó sus miserias brindando alegría a su pueblo mientras luchaba con sus demonios internos.
Y ¿quién no tiene demonios? Hay quienes los nombramos y quienes los guardan en el cajón, pero no le crean a nadie que finja desconocerlos, que finja que no existen. Diego Armando Maradona para mí es toda esa imperfección canalizada en un cuerpo que me ayuda a perdonar la miseria. No la de él, no la de mi viejo, no la de nadie más que la mía. Perdono mis miserias porque entiendo que no hay escalón alguno al que no me vayan a acompañar.
Y esto me obliga a elegir: o abrazarlas, o escindirlas de mí hasta que se vuelvan autónomas y me aplasten. Abrazada a ellas, sin olvidarlas, puedo hacerles frente con su ayuda. Prueben, amen. No hay amor en el mundo que resista un marco teórico y eso está muy bien, menos mal. Y después, escriban, que enamorarse de las palabras un día y después divorciarse de la mayor fuente de inspiración que podremos encontrar en estos días es, francamente, un desperdicio absoluto.