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en América Latina, Venezuela

Ese campo de batalla llamado Venezuela

Las elecciones del parlamentarias del 9D son un nuevo capitulo en una batalla política que no encuentra tregua ¿Habrá futuro para Venezuela?

Diego AriasporDiego Arias
El dilema cubano
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En un contexto marcado a fuego por el epílogo de la administración Trump en los Estados Unidos y de la pandemia de Covid-19 en el mundo -dos tragedias que, salvando las distancias, comparten el haber generado consecuencias terribles y probablemente muy duraderas para el orden global-, la República Bolivariana de Venezuela celebró el fin de semana pasado, en apego al calendario electoral fijado meses atrás, unas elecciones legislativas en las cuales se pusieron en juego todos los escaños de la Asamblea Nacional, órgano cuya mayoría retenía la oposición desde el año 2015.

A decir verdad, como viene sucediendo hace tiempo en el país caribeño, no importaba mucho en términos políticos lo que arrojaran las urnas al final del día: ya todas las organizaciones principales de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) habían decidido no participar del proceso para poder concentrar sus energías, en cambio, en boicotear la elección y desalentar al máximo la participación ciudadana con el fin de «desenmascarar la farsa del gobierno».

Por su parte, en sintonía con esta estrategia de la derecha local y siguiendo una lógica persecutoria de corte macartista propia de la Guerra Fría, los voceros del establishment internacional que han convertido al chavismo en una mala palabra se apuraron a denunciar la total falta de transparencia de la jornada incluso antes de que ésta comenzara y tacharon por obscenamente fraudulentos los resultados mucho antes de que se conocieran.

Así las cosas, no hace falta parafrasear la clásica frase de Marx para entender que la trágica historia de persecución y aislamiento que vivió Cuba durante la segunda mitad del siglo pasado se repite hoy en Venezuela, nuevo blanco predilecto de la derecha mundial.

Principal aliada estratégica e ideológica de la Revolución Cubana en la América Latina del siglo XXI, la Venezuela bolivariana de la Quinta República enfrenta hoy su propio desafío de supervivencia histórica.

Las especificidades que son propias de cada “revolución nacional”, así como las múltiples e insoslayables diferencias que existen entre ambos procesos, no pueden ni deben opacar sus evidentes puntos de contacto, empezando -como no puede ser de otro modo- por el ataque inclemente del imperialismo norteamericano que, bloqueo comercial y boicot diplomático incluidos, se empeña en aislar geopolíticamente a la República Bolivariana hasta volverla una paria del sistema internacional, del mismo modo que pretendió hacerlo con Cuba en el último medio siglo. Como sabemos por experiencia propia los latinoamericanos, para los viejos halcones del Pentágono, así como para la gran mayoría de los “intelectuales orgánicos” que diseñan la geopolítica imperial de los Estados Unidos, la Guerra Fría no parece haber terminado con la caída del Muro y la disolución de la URSS a comienzos de los 90.

Tal como sucedió con Cuba y el castrismo ayer, Venezuela y el chavismo se han convertido hoy en mito y fantasma a la vez: prenda real de disputa geopolítica entre las principales potencias del globo y nombre que se cuela de modo fantasmal en los debates políticos nacionales, sobre todo en aquellos países de habla hispana en los que los cruzados “antipopulistas” de la derecha neoliberal maquillan sus carencias conceptuales e impotencias argumentativas denunciando por doquier la “venezuelización” en marcha y creando monstruos mitológicos que llevan por nombre Argenzuela, Chilezuela, Mexizuela y hasta Españazuela.

Frente al acoso del imperialismo y la derecha continental -enemigos que como vimos comparte con la Cuba revolucionaria-, el chavismo en Venezuela ha ensayado desde comienzos de siglo diversas estrategias de supervivencia política. Sin embargo, lejos de la imaginación política demostrada por Chávez durante los “tiempos creadores” del proceso bolivariano -que, entre otras cosas, creó importantes cuotas de poder popular-, el actual gobierno encabezado por Maduro se encuentra a la defensiva, cerrado sobre sí mismo e incapaz de producir hechos políticos novedosos para encauzar mínimamente la crisis permanente que atraviesa al país y que golpea principalmente a las clases y grupos sociales que tradicionalmente fueron su base de sustentación.

Aun así, en un contexto de crisis económica y social sin fin ni fondo, hay dos factores claves que explican la sobrevida chavista y la permanencia del presidente en el ejercicio de su cargo. Una, que es la que naturalmente pretende absolutizar la derecha y los grupos mediáticos que le responden, es la defensa compacta del orden constitucional por parte de las Fuerzas Armadas Bolivarianas, cierto que bien disciplinadas al costo de una militarización sin precedentes del Estado y de la sociedad civil. La segunda, insólitamente invisibilizada o desestimada por estos mismos sectores de la derecha partidaria y mediática, es el apoyo al oficialismo que expresan aún hoy vastos sectores de la población venezolana que, con todas las críticas y suspicacias que tengan respecto del rumbo del proceso, localizan a sus verdaderos enemigos de clase en el seno de la oposición.

Es un dato objetivo que, a medida que el legado de Chávez se aleja y las conquistas de la revolución bolivariana se diluyen al calor de una recesión económica, crisis social y parálisis institucional agobiantes, los apoyos en las calles y en las urnas son cada vez más flacos para el oficialismo. Sin embargo, esta merma está lejos de traducirse, al menos por el momento, en una acumulación política o crecimiento electoral de la oposición, ni de sus corrientes “moderadas” ni de sus sectores más radicalizados.

Las elecciones legislativas del fin de semana pasado, que el chavismo decidió celebrar a pesar de la presión extrema de la “comunidad internacional” y de la decisión del grueso de la oposición de no participar, son el último botón de muestra de esta dinámica paralizante.

Con un grado de abstención del orden del 70% de la población habilitada para votar según cifras oficiales (aun si la oposición abstencionista denunció sin pruebas que la cifra trepó por encima del 80%), el oficialista Gran Polo Patriótico hegemonizado por el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) se impuso con el 67% de los votos, ganando en todas las listas y circunscripciones y recuperando una sólida mayoría en la Asamblea Nacional, frente al magro 17,95% obtenido por la coalición Alternativa Democrática (AD) conformada por los pocos partidos políticos opositores que participaron de la instancia comicial.

El grado de abstención, altísimo como fue, no está lejos del que tuvieron otros países de la región en elecciones recientes -Chile es un caso paradigmático- y fue inclusive más bajo que el de la propia elección legislativa venezolana del 2005, en pleno auge del chavismo, cuando la oposición adoptó la misma táctica abstencionista que ahora. Sin embargo, el total de 3.558.320 votos obtenidos por la coalición triunfante, aun si alcanza y sobra para recuperar la mayoría perdida en el cuerpo legislativo, representa casi la mitad de lo que había conseguido Maduro en las presidenciales de hace dos años.

Una vez anunciados los resultados, sin demasiadas sorpresas y más allá del fugaz tironeo por el nivel de abstención, las cifras terminaron por ser lo menos importante. Como era esperable, luego de recalcar la ejemplaridad del proceso electoral venezolano, incluyendo las tradicionales loas al sistema de votación, escrutinio y veedurías internacionales, Maduro declaró estar preparado para abrir una nueva etapa de diálogo político con la oposición, con el fin proclamado de “retomar un camino democrático y pacífico para Venezuela”.

Igualmente esperable fue el rechazo inmediato a ese convite por parte de la oposición radicalizada -es decir, de la práctica totalidad de la oposición- que no sólo llamó a no votar sino que además tardó pocos minutos en denunciar fraude y manipulación de los resultados, en sintonía con la línea sostenida por los países del Grupo de Lima y del Grupo de Contacto, encabezados por Estados Unidos y la Unión Europea respectivamente, que en su mayoría han reconocido a Juan Guaidó como “presidente encargado” del país desde comienzos del año pasado.

En cuanto a la posición argentina, que últimamente había sido errática respecto de la crisis venezolana, seguramente como consecuencias de las diferencias que existen al respecto dentro del del Frente de Todxs, en esta ocasión decidió no firmar la declaración del Grupo de Contacto que adjetivaba de fraudulentas las elecciones; en cambio, el Grupo de Puebla del que nuestro país forma parte se pronunció destacando la transparencia del proceso en lo formal y la consecuente confiabilidad de sus resultados, llamando al fin del bloqueo y propiciando el diálogo para una salida pacífica y soberana de la crisis.

Debilitado como nunca desde su intempestiva irrupción en el centro de la escena pública venezolana pero amparado en el alto nivel de abstención, el mandatario autoproclamado Juan Guaidó se propone ahora protagonizar, con los apoyos internacionales consabidos, una “consulta popular” para contrastarla con los resultados de esta elección y sostener un tiempo más la farsa de su presidencia fabricada por el error de cálculo de los Estados Unidos.

Claro que el interrogante clave sobre el futuro político inmediato en Venezuela no es qué sucederá con esa fantochada propuesta por Guaidó sino qué harán y cómo se posicionarán él y los demás dirigentes y partidos políticos anti chavistas luego de que, en el mes de enero, los legisladores electos el fin de semana pasado tomen posesión de su cargo y quede conformada la nueva Asamblea Legislativa con clara mayoría chavista. Los antecedentes históricos, sus perfiles y posicionamientos actuales, y los discursos que esbozaron en las últimas horas, no permiten ser demasiado optimistas.

Diego Arias

Diego Arias

Licenciado en Ciencia Política de la UBA. Enfermo de Boca en eterno proceso de recuperación. Soñador porteñísimo de una América Latina unida. Espartaquista.

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