A tan solo un día de terminar el año más difícil para la gran mayoría de los países del mundo, en Argentina la historia cambió un poco y se volvió más feliz, justa e igualitaria. El Senado de la Nación aprobó el miércoles por la madrugada la ley de interrupción voluntaria del embarazo, acompañada por el Plan de los Mil Días.
Finalmente, el gobierno de Alberto Fernández, presionado diariamente por el colectivo feminista que no dejaría pasar otro año más sin ser prioridad, cumplió con su promesa de campaña. El aborto legal es una cuota de justicia para las miles de personas gestantes que murieron en la clandestinidad y que a la vez cambia sustancialmente la calidad de vida de las generaciones futuras.
Con este panorama y con la emoción que siento, me cuesta mucho ordenar las ideas, pero en esta nota haré un intento. A priori, lo que queda claro es que hoy, 30 de diciembre del 2020, es un momento bisagra para las personas con capacidad de gestar porque empiezan a dejar de estar tuteladas por la moral religiosa y punitiva para convertirse en un reflejo de decisión y autonomía. A partir de ahora, la maternidad será libre y será deseada. Como leí en Twitter, esta es la navidad feminista.
¿Cómo dimensionamos las implicancias de esto, si es que hay alguna manera de hacerlo? Analicemos el paradigma que inexorablemente está cambiando.
La aprobación de esta ley no puede ser otra cosa que el principio de una sociedad más democrática, una sociedad en la que los sujetos políticos se hagan oír frente a los tomadores de decisión imponiendo sus demandas y necesidades, transversalizándolo todo.
No puede ser más que la consolidación total del feminismo como el movimiento contemporáneo con mayor mérito, el movimiento capaz de empujar transformaciones que van desde la igualdad jurídica a las sociales y económicas. Es el reflejo de un movimiento amplio y diverso compuesto por mujeres y disidencias que repiensan las formas de hacer política y ven en los años próximos un devenir verde, sustentable, menos desigual y más ambientalista.
La aprobación de esta ley no puede ser más que una puerta abierta para toda América Latina, una región que todavía ve los cuerpos con capacidad de gestar como máquinas reproductivas desprovistas de deseos y goce. El tiempo es ahora: Argentina puede convertirse en el motor de un movimiento potente y profundo en todo el continente que revierta lo que sucede por ejemplo en Chile, donde se reglamentó la legalización para casos de abusos hace tan solo tres años, o en Perú, donde solo se puede abortar si corre peligro la vida del feto o la persona gestante.
Esta ley no puede ser más que el comienzo de una nueva etapa en la que maternidades y paternidades sean repensadas y reconfiguradas, entendiendo que los preceptos culturales que se nos aparecen como naturales no son más que imposiciones de un sistema profundamente patriarcal que evita toda alteración en el orden que le es funcional. Ese orden en el que la mujer es madre y el varón representante de la esfera pública y ostentador de poder.
Esta ley no puede ser más que el reflejo del fracaso del punitivismo que es una causa directa y necesaria para el mantenimiento eterno de un negocio oscuro que mata y se aprovecha de los sectores más vulnerables de una sociedad que es de por sí excluyente. Esta ley demuestra que ser conscientes de la realidad y elegir mirar para otro lado como si nos fuera ajena es solo una forma más de complicidad.
Esta ley tiene que ser, además, el principio del fin de la autoridad de los legisladores varones para decidir con suma tranquilidad sobre procesos biológicos, mentales y emocionales que nunca van a experimentar. Citando a Victoria Ocampo: “Los hombres han hablado enormemente de la mujer, pero desde luego y fatalmente a través de sí mismos. A través de la gratitud o de la decepción. Se los puede elogiar por muchas cosas, pero nunca por una profunda imparcialidad acerca de este tema”.
Y naturalmente, este hito político y social tiene que ser apenas el principio de nuevas luchas por venir: por los anticonceptivos para que sean gratuitos y estén disponibles en cada rincón del país; por la implementación de la Educación Sexual Integral en cada escuela; por la erradicación de la violencia de género; por leyes de adopción más justas y menos corruptas; por un sistema de salud que dignifique y capacite a sus profesionales; por el cumplimiento de los derechos de niñeces y adolescencias; por la liberación de los estereotipos culturales y las presiones sociales; por el reconocimiento del deseo sexual femenino, travesti y trans, y ante todo por la implementación correcta y real del aborto legal. Este último punto quizás sea la razón de la próxima vigilia que nos espera.
Las militantes históricas por el aborto legal, seguro y gratuito nos enseñaron mucho más que lo que atañe meramente a la ley. Nos enseñaron a luchar por nuestros derechos, a no bajar los brazos. A procesar, no sin cuestionar, que estamos ante un sistema patriarcal que cada día es conquistado por movimientos insurgentes y feministas que recuperan la potestad de lo que siempre les perteneció. Nos enseñaron que a las mujeres y las minorías nadie nos regala nada, que los derechos se adquieren, que nunca hay que perder la memoria.
Todas esas mujeres que vienen luchando desde tiempos cuando hacerlo no era tan fácil dejaron su legado más importante en las redes feministas que hoy habitan casi todos los espacios y que están decididas a tomar todo lo que falta.
El aborto legal es una cuestión de salud pública, sí, pero también es una cuestión simbólica que enaltece el poder que tenemos, nos sacaron y del que volvimos a adueñarnos para nunca jamás dejarlo ir.