Le tocaba a Olalla. El escenario estaba ocupado por lxs compañerxs de articulación de Campaña, ese espacio donde hay representación de todo el país, el punto de la máquina donde, se supone, todo tiene que juntarse y funcionar. Y venía Olalla, que podía darnos la victoria definitiva después de tanto callarse, de tanto guardar su voto. Las compañeras terminan, el senador que venía antes también. Olalla tiene la palabra, y silencio. ¿Tanto te guardaste y ahora nos seguís haciendo esperar? Empieza, habla, da vueltas, pero parece que sí, pero no nos ilusionemos, pero parece que sí, que no, que sí que sí. Voy a dar el sentido de mi voto: se corta el audio. Voy corriendo a ver a Nacha. ¿Escuchaste lo que dijo? Abro Twitter: Olalla a favor. Se me agolpan las lágrimas, todas juntas. Ya está, Nachi. ¿Ya está?
Ya está.
Entré a la Campaña en 2017, cuando todavía no había ni marea verde ni te hacían problema por colgar el pañuelo verde de la mochila. Llegué a tener discusiones engranadas, muy engranadas con mi entorno por militar ahí. A la primera reunión fui con mi pañuelito puesto, que había conseguido no mucho antes. Éramos muy poquitxs en general, salvo en esa primera reunión porque justo se estaba armando una marcha y una conferencia de prensa. Después, siempre diez o algo así. La segunda reunión fue en el altillo de Awkaché, un centro cultural que quedaba a la vuelta de mi monoambiente. En esa reunión estuvieron por primera vez compañeras estudiantes de medicina que contaron que querían hacer una cátedra libre sobre aborto como problema de salud pública en la facultad de medicina de la UNLP. “Nos van a echar, no nos van a dar lugar”. Y ahí, diáfana, la voz de María Julia Constant: “no importa, compañeras. ¿Saben la cantidad de veces que nos echaron de lugares? Acá lo que importa es que la gente sepa, para que salga la ley”.
Anoche estuve hasta último momento discutiendo con compañeras, no en el mejor tono. Tres años y medio después, bastante más cansada y desencantada de lo que significaba militar en ese espacio, del esfuerzo que significa disputar construcciones horizontales y democráticas y no excluyentes ni discriminadoras: todo eso cansa, es muy difícil y trabajoso.
Como todos los eventos o marchas en los que estuve desde fines del 2018, me tocó hacer seguridad y autocuidados. Alcohol en las manos, cuidar el vallado y pelearme por esas cosas no definidas de antemano que una siempre, siempre, quiere cambiar cuando le parece que no están bien. Me fui molesta de una discusión y me senté a ver el debate, pero inmediatamente Elsa Schwartzman, una histórica, me pidió que me levantara porque ya empezaba Mayans. Y ahí la vi a María Julia: desde la fundación de la Campaña y seguía ahí, con su sonrisa irredenta, las manos en el celular, el pelo largo apartado de la cara y los ojos fijos en sus compañeras, no en la pantalla. Siempre dije que María Julia Constant es nuestra histórica platense: “histórica es como decir vieja, compañera”, me repetía todas las veces. Hace mucho tiempo que María Julia milita más tiempo del que hace otras cosas y de repente estaba ahí, viendo hacerse lo que empujó por quince años. Se me empezaron a caer las lágrimas mientras Mayans desparramaba bronca como hombre viejo enojado con una nube o con la subida de una marea.
La gente supo, Mariaju. No me puedo sacar de la cabeza ese 19 de febrero de 2018, el primer pañuelazo de la marea verde, cuando le pedimos a capital que nos mandara pañuelos. “Nos mandaron como cincuenta pañuelos, re bien”, dijo una compañera. No nos imaginamos cómo nos iba a tapar la demanda que empezó a crecer: se acabaron diez minutos antes del horario al que estaba convocado el pañuelazo. De pronto empezamos a verlo. Personas vendían el pañuelo en la calle, compraban como fuera, y empezamos a mandar a hacer 200, 400, 700 pañuelos a cooperativas textiles. De repente había pañuelos en todos lados, de repente la gente sabía.
Además, desde hace un año me tocó ocupar ese rol de rosquera y poroteadora en Cabildeo. Que un voto más que menos, que sí que no, que más presión que tanto no que se bajan, que es piantavotos, que todo es difícil. Al 10 de diciembre llegué agotada de insistir todos los días un poco para hablar con prensa de los tres diputados que nos tocaban como regional. El 11 a la mañana, con la media sanción ya adentro, me senté a ver cómo habían votado esos dos a los que les había prestado especial atención y mandado mails con material y dejado llamados a sus prensas: los dos a favor. Acostada ahí, en un sillón, me puse a llorar con hipo, con mocos, con respiración cortada, porque se me cayó encima que yo había hecho cosas que podían cambiarle la vida a la mitad de un país. Me comí el ruido que me salía del pecho para no despertar a mi amiga que dormía, pero lo vi de golpe: yo era un punto en una red que estaba sacando a otrxs de poner en riesgo su vida.
Terminó Mayans: ojos en la pantalla, fijos, en nada más, y las manos en la bandera nueva de la regional La Plata, esa que tiene las banderas del orgullo, la bandera trans y la whipala para tener presente que estamos poniendo los pies en el Abya Yala. Empiezan a hacer lectura de los votos, uno por uno, y una compañera al lado mío cuenta los positivos: quince, dieciséis, diecisiete. “¿Snopek? Quiero confirmar el dato”, contengo la respiración para escuchar la primera ratificación en contra, Snopek es antiderechos. “¿Abstención, Snopek? Je, mirá”. Bajaban los votos en contra de a poco, pero igual eran un montón. Me olvidé del poroteo, de los cálculos, de las confirmaciones. ¿Llevaste la cuenta? De repente, pantalla: 38 a 29.
Los saltos fueron unos pocos segundos. Lo que duró y me volvió a hacer llorar con moco, con ruido, con hipo y sin aire fueron los abrazos. Darse vuelta y encontrarse con la compañera que te llevó a militar a ese espacio mientras otras cinco alrededor levantaban las bengalas verdes haciendo una pared de aire de color, y el abrazo y el grito: lo hicimos, lo hicimos, lo hicimos, lo hicimos, tantos años y lo hicimos, y viene otrx y otrx y otrx y es salto y amor y grito y música y aire verde y no poder respirar, y en la pantalla dos palabras que no había podido ver ni decir ni pensar. Es ley.
Cuando salí de casa doce horas antes llevé dos pañuelos: el de la Colectiva de Disidencias de la Campaña, que tiene la bandera del orgullo, para llevarlo en el puño; y mi primer pañuelo, el que conseguí en mi primera marcha feminista, el que llevé a mi primera reunión, agarrado a la riñonera. Lo conservé por tres años y medio. En un acto que considero bastante poético, lo perdí en los saltos que pegué en el momento en el que finalmente el aborto fue ley. No lo encontré cuando bajamos los saltos, y en el fondo me gusta pensar que es como un símbolo, que alguien lo juntó como otrxs juntarán esta historia para conquistar derechos que nosotrxs no nos animamos ni a soñar.
Falta mucho todavía (quienes me conocen saben que no dejo de pensar en que para que el aborto sea efectivamente legal y seguro y gratuito para todxs falta mucha, mucha más militancia), pero hoy tiramos abajo la última compuerta de nuestros derechos sexuales. Y vendrán todas las demás luchas por habitar nuestra vida como merecemos: porque somos dueñxs de nuestro futuro, y empezamos a disputar el cómo queremos vivir.
Me podría haber preguntado, después de casi cuatro años de luchar por la ley “¿y ahora, qué?”.
Ahora, todo.