Advertencia al lector: los textos de esta serie son autorreferenciales, tendenciosos, falsos y no pretenden nada.
La semana pasada tuve la muy intelectual y refinada intención de escribir un artículo para una revista académica, puntualmente la de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Tenía una idea definida, un marco bibliográfico y el ego inflado.
Me puse a escribir. El artículo iba a ser sobre la vinculación entre política y lenguaje. Habían pasado unas tres o cuatro horas cuando fui a repasar las normas formales de presentación: tipografía Arial, tamaño 12, interlineado 1,5. Todo bien. “Se admiten trabajos de entre 6000 y 8000 palabras”… Y acá ya me calenté para el carajo. Claro, ya había expuesto mi idea… en aproximadamente 2500 palabras. ¿De dónde iba a sacar las 3500 faltantes? O, lo que es peor, ¿por qué tenían que ser 6000?
¿Será que el valor de las ideas se mide por la cantidad de palabras y la Facultad de Ciencias Sociales todavía no me lo había comunicado? ¿Será que un verdadero intelectual tiene que tener la capacidad de dilatar lo que puede decirse en 8 páginas a 20? ¿Será que el verdadero desafío no es ser creativo sino verborrágico? Todo puede ser en este maravilloso mundo académico donde los alumnos miden, y con razón, la dificultad de una cátedra en función de la cantidad de material bibliográfico obligatorio.
Tenés una materia, la más difícil de la carrera, donde te hacen leer miles de hojas; donde los autores se pisan los talones y se muerden la cola; donde te hacen leer una teoría entera para decirte que te va a servir para entender al otro flaco que es el que sí te van a tomar. Tenés un sistema universitario que todavía evalúa cuántas hojas te pueden entrar de memoria en la cabeza. Un criterio cuantitativo, arbitrario y obligatorio que no deja respirar los verdaderos intereses del alumno.
Y yo, mientras pensaba todo esto y me volvía loco de la bronca, tuve que preguntarme: ¿qué hago? ¿Dejo el artículo este o lo relleno con citas, palabras vacías y diferencias nimias entre mi planteo y el de otros que poco suman? Resolví, considerando que ya había escrito casi la mitad, terminarlo. ¿El resultado? Un montón de basura adornando una idea, como la navidad.
Una vez que tomé distancia de la indignación que me produjo ese criterio absurdo de 6000 palabras, recordé cuántas veces tuve que leer artículos, capítulos y libros donde se percibía muy claramente la intención y la idea que el autor quería transmitir, pero estaba como escondida entre cientos de referencias a debates pasados, repeticiones y vueltas sobre el mismo eje. ¿Qué efecto se espera que tengan criterios como estos en la comunidad académica, principalmente en los estudiantes, que ingresan a estos espacios para confirmar las historias que ya se cuentan en la secundaria: “cuando vayas a la universidad vas a ver lo que es leer”?
Mi opinión es que tienen un efecto repelente. ¿Qué quieren que les diga? Para mí, y lo digo porque soy mal pensado, la idea es construir el imaginario de la facultad-imposible: esta idea de que si vas a la universidad, te van a salir forúnculos en el culo de tanto estar sentado, como a Marx. Confirmar que “una carrera universitaria no es para cualquiera”… ¿Que no? Si no es para cualquiera es porque no quieren que sea para cualquiera. Es porque les interesa más sostener el lugar del profesor erudito que cita de memoria que el de una educación funcional y accesible, que no tiene por qué significar menor calidad. Es porque les interesa más sostener un criterio cuantitativo, de 6000 palabras, que uno orientado al interés y las búsquedas personales de los estudiantes. Así es, les interesan más las pelotitas de colores que el nacimiento de Jesús.