Cierta educación de bajofondo me llevó a invertir y considerar que las emociones humanas son como las drogas. Algunas de impregnación lenta, otras rápidas e instantáneas. Algunas tienen un modo acompasado con la realidad y otras una bajada atroz contra el piso del entorno. Si hubiera que elegir una emoción para volver a consumir en la vida, ¿cuál sería?
Creo que una respuesta posible es la felicidad, y su parangón en el mundo de las drogas, el antidepresivo que tomamos en un tratamiento de larga duración. Ahora, enmarcadxs en la absorción lenta de la felicidad, ¿cuál sería la pepa y cuál la raya de emoción que cada tanto quisiéramos consumir?
Tiempo atrás, cuando la realidad aún era transitable, fui a un evento de música y arte en un centro cultural. Tuve el placer de rozarme con la gente que se mezclaba en los vapores etílicos y el humo, mientras el olor a frito sudaba contra la humedad de las viejas paredes. Un lujo. Yo, que me deslizaba con total inocencia en el tumulto, cerveza en mano, me detuve a observar a las personas que se congregaban en esa ficción under y artística.
Tocaban tres bandas. Minutos antes de que sonara la primera, como es habitual, subieron la música.
Todos siguen en su dinámica, pero hablando más fuerte. La canción suena, no es conocida, tampoco bailable. Sin embargo, en el ámbito de la cerveza y la espera, una pareja empieza a moverse. No sobre el ritmo ni el género, ni siquiera la letra o el intérprete lxs convocan. Algo de adentro lxs impulsa a mirarse, a sacudir sus cuerpos en una energía circular: bailan la música de su estado de ánimo y, si la brújula de la experiencia no me engaña, están enamoradxs.
Vi dos de las tres bandas, me reí con amigxs y comí papas fritas. En el taxi de vuelta a casa la imagen de lxs dos volvió a invadirme. Sinceré conmigo mis expectativas: quería bailar. Había identificado el sentimiento y ahora deseaba repetirlo.
Enamorarse, según el filósofo Irving Singer, es ejercer un otorgamiento, valorizar a la otra persona por encima de las apreciaciones objetivas que pueda hacer la sociedad sobre ella. Le otorgamos cualidades y dones que la invisten de un valor que las demás no poseen. Cuando cada unx de los participantes de una relación recibe un valor y a la vez otorga valor a lx otrx es que sucede aquel fin tan deseable: la reciprocidad en el amor. Lo que comúnmente llamamos “estar enamoradxs”, el modo semipermanente que lleva a las personas a bailar espontáneamente con música poco adecuada, a sonreír por la calle, a tener visiones intoxicadas sobre el mundo. Esa es mi pepa.
Ahora, quisiera saber cuál es el átomo de esa molécula. ¿Existe una versión mínima y reducida de las emociones humanas? ¿Una muestra, un ingrediente infaltable que haga de la parte el todo? Creo que un vuelco inmediato del sistema cardíaco es necesario para saberlo.
Tiempo atrás, en el plano de las sensaciones y el contacto físico, cuando aún existía esa trinchera, mucho antes de la distopía que se sobrepone a nuestros deseos, me sucedió un reencuentro. No lo efectué yo: se me impuso, como el orden mundial, como la cuarentena de Alberto, y ya no pude escapar. Era un amor lejano, prohibido, que exigía repeticiones, y todxs sabemos que en la repetición viene la miel y el trago fuerte. La resaca y el desvelo.
Una densa capa racional había cubierto los recuerdos, apreciaciones de las objetivas habían acaparado la interpretación de la niebla que de a poco avanzaba para cubrirlo todo. El encuentro no intencional, pero tampoco fortuito empezó con el resquemor necesario, pero pronto un perfume no poético ya sino de alguna tienda prestigiosa de Europa se me metió hasta el hipotálamo para traerme una escena porno de mi propia vida. Gracias, cerebro, siempre ayudando un montón. Ahí ya bajé media guardia. Del resto, por supuesto y como siempre, se ocupó el alcohol.
El choque de un beso nos empuja a los abrazos, a la rueda inexorable de la saliva y los mordiscos, a las voces del placer en la oscuridad, a identificar la dosis mínima y necesaria que hace que todo esto valga el error. La razón ínfima que justifica el desequilibrio posterior y tirar por la borda tantos razonamientos nocturnos. Algo que no me produce él, que no me hace él, es algo que siento yo con él. Ganas de dar, de complacer, de tragar y acatar. Siento entrega. Y, si eso pasa, todo lo demás existe.
Esa es mi raya, mi saque, mi tiqui. La emoción efímera inefable que podría elegir entre todas.
El amor, dice Irving, es una subespecie de la imaginación. A través del recurso creativo del otorgamiento de valor vemos al amado como nadie podría llegar a verlo. Sin embargo, esa inspiración es una autocreación de quien ama, que acentúa la importancia del otro mediante un juego imaginativo en su propia valoración.
No es extraño entonces que habiten en mí todavía las huellas dónde fue el amor. Cualquier referencia o similitud con la que me encuentre en la realidad me llevará de inmediato al monstruito valorativo que armé sobre el otro para mí. Al fin y al cabo, la adicción es buscar emular todas las veces siguientes aquella primera dosis.