No puedo discutir con la gente que está en contra del aborto legal. No puedo. Sus dichos superan casi cualquier argumento de los que podría tener. Me descubren ajena a lo que pensaba que era el modo de mantener una discusión. No puedo discutir con sus “asesina”, no puedo con el “las pobres no abortan”, me hace mal su “no hay tantos abortos como se dice”, tiemblo con el mentado financiamiento de organizaciones yankees, me agoto frente al tráfico de órganos de fetos y el multimillonario negocio del aborto.
No puedo discutir con esta gente porque casi nunca suele ser gente que estructure mi entorno: me crié en ambientes muy diversos, pero mi familia de alguna manera hizo gravitar una gran parte de mis conexiones sociales en torno a la idea del amor a las personas. Fui parte de la Iglesia muchos años, activa creyente del movimiento tercermundista que embanderaba la regla de oro del cristianismo como una nueva posibilidad de vínculos. La primera persona que en toda mi vida me habló de la importancia de legalizar el aborto fue un cura. Era definitivamente mi persona preferida de todas las que conforman la iglesia, un tipo fenómeno, amable, humilde, que nunca sacó los pies de la tierra porque un poco lleva la tierra en el cuerpo. Tiempo después, amigas y amigos insistían en lo que mi esquema religioso no me permitía ver: las mujeres en abortos clandestinos se mueren. Pensaba con terror que legalizar el aborto llevaría a cientos de mujeres a abortar fetos que, sin legalización, no existirían porque el terror las haría cuidarse más y mejor. No entendía a mi mejor amiga que me dijo un día, en secreto, «ojalá se legalice«. La sentí distante y me vi incomprendida. Yo tenía diecisiete, y ella dieciseis.
Después de sostener tres años que el aborto era una forma de asesinato, conocí el caso uruguayo: cero mujeres muertas por aborto y disminución de la tasa de abortos. No puede ser, me dije. Hice lo que la facultad me había enseñado durante esos tres años, investigar. Le di vueltas a la cosa, de acá para allá. No había caso: con la legalización, disminución. Ya había empezado a leer muchísimos posicionamientos a favor, y en mi empatía y mi amor a las personas estaba buscando motivos para estar a favor del aborto. Lo digo en forma literal: recuerdo haber googleado, a los casi veinte años, “motivos para estar a favor del aborto”. Prácticamente no encontré, todos los googleables eran argumentos contrarios. También me acuerdo haberme cruzado con la página web de Católicas por el Derecho a Decidir que, como todavía era católica, entré a ver qué contenía ahí adentro.
Pero no hubo un gran argumento que me convenciera. La estructura de base que me permitió y me permite defender con uñas y dientes el derecho a abortar de los cuerpos gestantes es la misma que me empujó a ir a comedores y emprender acciones solidarias con un (luego lo supe, muy raro) sector de la Iglesia a los trece años: mi amor por la gente, mi valor empático, mi humanismo. Lo único que terminé por entender fue diáfano: se mueren mujeres, se crea lo que se crea de la condición ética o religiosa de un feto. Se mueren mujeres.
Un año y medio después de esa epifanía que había estado bailando delante de mis ojos mientras la evadía como una campeona, conseguí mi pañuelo verde en una marcha. Para ese momento ya había ido a muchas, todas por aparición de pibas, por apertura de refugios para mujeres violentadas, por políticas de género. Ya había vivido el Ni Una Menos, y también episodios de violencia machista en propia piel. Un año después de conseguir mi pañuelo empecé a militar género en organizaciones, un año más tarde ingresé en la Campaña.
En febrero de este año, el desfile de feministas por el programa televisivo de Jorge Rial me condujo a hacer una de las cosas que mi identidad a los diecisiete años jamás hubiera imaginado hacer, algo incluso más grave que defender el aborto: esperar ansiosa el comienzo de Intrusos. Virginia Bimbo Godoy iba a hablar, y yo y mi pelo recién teñido de color violeta la esperábamos con la ansiedad con la que antes esperaba ver tocar al Flaco Spinetta. Cambian las prioridades y les referentes también. Bimbo, brillante, rebelde, con ese vestido negro a lunares blancos que le envidié inmediatamente, tenía un faro de luz verde en el cuello en la televisión argentina. Y lo dijo frente a las amas de casa, frente a las viejas fachas de siempre, frente a la farándula, frente a mi tía y mis amigas, y frente a cientos de miles de personas. Dijo “misoprostol”. Y con misoprostol dijo negocio, dijo soledad, dijo gordofobia, dijo misoginia, dijo transodio, dijo invisibilización, dijo puja de poder, dijo feminismo. Nos dijo a nosotras y a nosotres. Nos dijo, en la tele, en el prime time del prototipo de señora conserva. La Campaña supo capitalizar muy bien esa visibilización a través de dos pañuelazos y tuitazos masivos que pusieron el tema en agenda. Todo se tiñó de verde, y a los pocos días Macri se sintió obligado por la masa de mujeres a “dar luz verde” a sus diputades para discutir el proyecto que la Campaña presentaría por séptima vez el 8 de marzo siguiente.
Muchas personas, incluso gente muy allegada a mí que siempre se había manifestado en contra, dio un giro radical en su postura a partir de lo que la Campaña supo visibilizar: el aborto existe sea cual sea la legislación, por lo que únicamente puede decidirse si es legal o clandestino. A esas personas de mi entorno, también movidas por el amor a las personas, no les quedó otra opción que hacer el cálculo. Quienes creen que un feto es una persona se enfrentan al dilema de que en la clandestinidad se mueran dos personas o solo una. Quienes van un poquito más allá incluso alcanzan a pensar que considerarlo una persona (o no) es una cuestión de fe personal y, por tanto, no puede regir una ley. Muchas personas decidieron que no podían estar de acuerdo con la decisión de abortar, pero identificaron el límite de los derechos propios y decidieron guardar silencio, no militar el rechazo a la ley para no ser cómplices de más muertes.
Después transcurrieron abril, mayo, junio en la Cámara de Diputades, y la media sanción. Entonces arrancó el problema que me impulsó a escribir esta nota catártica y autobiográfica. Los mal autodenominados grupos «provida» (más bien, «antiaborto») tomaron el eslogan «salvemos las dos vidas» e incluso difundieron una canción que decía «yo los quiero a los dos«. «Claro«, dije, «entendieron por dónde venía la mano y decidieron empáticamente aceptar que las mujeres se mueren en abortos clandestinos, así que resaltan que están en contra de que se muera la mujer, pero también de que se descarte el feto«. Pero en esa empatía se olvidaron de que forzar a una mujer a continuar un embarazo que no desea es un acto de tortura. Se olvidaron de que, al decir «salvemos a las dos vidas«, aceptaron que el aborto existe y las mujeres mueren. Se olvidaron de que lo que les hizo reemplazar su etiqueta de antiaborto por otra que contiene la idea de salvataje es que ahora en Argentina el aborto no es legal, pero aun así las mujeres abortan. Es decir: se olvidaron de que hasta ahora no han salvado ninguna vida.
Lo más hermoso del inicio de la visibilización fue la aceptación social de la interrupción voluntaria del embarazo (IVE). El aborto ya no tiene por qué ser traumático o malo, sino que es una respuesta a una situación compleja en medio de la vida sexual de una mujer. En este punto, los «provida» arrancan los argumentos que no puedo discutir. No puedo porque para ninguno, excepto uno, tengo respuestas sino preguntas. «Que cierren las piernas«, empiezan. Me agarro la cabeza y pienso en cuántos siglos tiene encima la Iglesia de decirle a las mujeres del planeta entero que no tengan relaciones sexuales. ¿Alguna vez le funcionó? «El aborto legal va a alentar la promiscuidad en los adolescentes«, siguen. ¿Cuándo el sexo necesitó que lo promocionaran? ¿Quién logró convencer a una población de adolescentes de no tener relaciones sexuales? «Las pobres no van a saber abortar”, insisten. ¿Se pusieron en los zapatos de una mujer que está tan desesperada que aborta con una percha? ¿Se les ocurrió pensar que antes de introducirse un vegetal o una aguja de tejer en la vagina no tuvo el suficiente sentido de la supervivencia como para ir a un hospital? «Las pobres quieren a sus hijos, no abortan«, continúan. ¿Contemplaron alguna vez a ninguna mujer pobre le gusta la pobreza y que un hijo que no desea la sume más en esa condición? ¿Consideraron que la ley IVE es únicamente para embarazos no deseados? «A ustedes las financia Planned Parenthood«, acusan. ¿Sabrán lo que es militar en una organización, hacer aportes mensuales, buscar plata de donde sea para pagar los escenarios, endeudarse junto con mucha gente por una causa, regalarle el pañuelo a una piba que no puede darte los treinta pesos que cuesta, y poner la plata de tu bolsillo? «El aborto legal es un negocio«, denuncian. ¿Conocerán el negocio que hacen las clínicas con el aborto clandestino?
Entonces nos topamos con el fondo donde queda el último recurso de la gente antiderechos. El golpe, como hemos visto en múltiples testimonios estos últimos días, y la frase final: «ojalá te hubieran abortado a vos«.
Muches respondieron atinadamente: «sí, si mi mamá no quería tenerme, ojalá me hubiese abortado«. Otres respondieron, también atinadamente, «ah! Entonces sí estás a favor del aborto«. El uso de esa frase, además de condensar la ignorancia y el prejuicio de todas las anteriores, es el más peligroso porque plantea el deseo de la desaparición de un grupo de gente en función de su forma de pensar, que coincide con la definición de genocidio. Es decir, al igual que la violencia física, propone el deseo de planear la erradicación de una condición ideológica. Lo peor de todo, lo que menos me permite responder, es que no puedo devolver la gentileza ni del golpe ni de la frase.
Yo no puedo golpear a una persona que está en contra del aborto. Tampoco puedo decirle a esas personas «ojalá te mueras en un aborto clandestino» porque estoy a favor del aborto porque me duele en el cuerpo cada muerte. Me atraviesan como un cuchillo durante todo el día cada femicidio, cada piba desaparecida, cada hije huérfane, cada amigue golpeade, cada discriminación, cada violencia, cada abandono, cada clandestinidad, cada historia. Me clavan una y otra vez el cuchillo patriarcal del agotamiento y del amor roto. Otra piba más muerta por ser piba, otre trans más muerte por ser trans. Lloro cada vez, y tengo la necesidad imperiosa de salir a la calle a vivir el duelo de miles a quienes no conocí con mis hermanas a las que sí conozco, con mis amigues a les que siento cerca y me ayudan a no derrumbarme por el peso de otro cuerpo muerto más.
Por eso, no puedo discutir con la gente que milita en contra del aborto legal. No puedo bajar a su nivel de cinismo, indiferencia, desprecio por la vida humana. No puedo reducirme a una piltrafa individualista que considera que como no le va a pasar puede mandar al resto a sufrir porque «es su deber«. No puedo dialogar con gente que insiste en que «su posición no daña a nadie» cuando se nos mueren pibas por abortos clandestinos. No puedo conversar con quienes han decidido que tienen el derecho de ignorar las muertes de mujeres porque se ajusta más cómodamente a su propia realidad, y no puedo discutir con esas personas porque yo fui una de ellas en mis absurdos y prejuiciosos diecisiete años, y sé que mantuve esa postura justamente por desprecio y prejuicio. No puedo disculpar su postura ni dispensar su ignorancia. No puedo porque esa ignorancia es cómplice de la indiferencia en la que se abandona a los cuerpos a sufrir la clandestinidad de un aborto y sus terribles consecuencias.
Ayer se nos murió la cuarta piba en una semana y media, la segunda en dos días, a causa de un aborto clandestino. Se nos fueron dos pibas, y dejaron un saldo de cinco niñes huérfanes. Aún hoy hay gente antiderechos que no se conmueve y tuitea cegada de odio, exigiendo a través de un ejército de trolls que nada cambie, que sigan muriendo mujeres por abortos clandestinos. Dos se nos fueron en los últimos días. Ojalá nunca, nunca te pase. A nadie más.